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Érase una vez un olivar. Con sus olivos centenarios, algunos con varias décadas en sus raíces y otros muy jóvenes.

Olivar Picón de Murillo

Pero en ese olivar, no todo eran olivos, sino que también tenía otras plantas. Había parras, almendros, nogales e incluso cuevas como en la Edad de Piedra.
¿Os lo podéis imaginar? Pues imaginad también unas vistas inmejorables, al Picón de Jerez, El valle Del Río Alhama, Las Cárcavas del Marchal, o el Mirador del Fin del Mundo.
Era un olivar singular, con esa materia prima y en ese enclave, que lo hacían ser como era.

La Familia

¿Pero os estaréis preguntando? ¿Y animales? ¿No hay animales en esta historia? ¿Y personas?
¡Por supuesto que si!

Había una familia. Con unas pocas personas, y unos -no tan pocos- animales. Una familia que trabajaba por y para ese olivar, en el que los animales, las plantas y la tierra en sí misma, eran su vida. Cultivaban esas tierras los 365 días del año, para cosechar la mejor de sus olivas y elaborar un aceite de oliva virgen extra ecológico: el aceite Murillo, al que les gustaba llamar ‘El aceite del fin del mundo’.

Érase una vez el olivar Picón de Murillo.

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